
*Publicada 8 Marzo 2012, Ballotage. Revista de Opinión Pública ISSN0719-0212
El sábado 3 de marzo un joven de 24 años ingresaba a la Posta Central debido a una paliza dada por un presunto grupo neonazi. El cuerpo de Daniel Zamudio había sido marcado tal cual se hacía en la Alemania de Hitler, pero esta vez con cigarrillos encendidos, golpes y esvásticas en su piel. Se tildó de un tipo de violencia “inusual” que se caracteriza por marcar el cuerpo y dejar una inscripción en la carne, como los estigmas. Pero no sólo eso, detrás de la brutal golpiza se encontraba otro asunto, ésta operó ya sobre otra marca. Un estigma sobre otro estigma: ser homosexual.
El motivo por el cual el grupo de neonazis decidió arremeter contra Zamudio era su condición sexual. En la opinión pública esta violencia contra la homosexualidad también fue el eje que dio forma a los debates. A raíz de esto, el ejecutivo le puso urgencia a la llamada ley “anti-discriminación” y Ricky Martín publicó un mensaje en su cuenta de Twitter para solidarizar con las minorías sexuales (instalando de paso uno de los “temas más hablados del momento”). Sin ir más lejos, el caso aparece en los medios de comunicación a partir de una denuncia del MOVILH (Movimiento Chileno de Minorías Sexuales). Sin duda, el foco del problema fue la discriminación hacia las minorías sexuales. La paliza neonazi, su ejemplificación.
Esto me provocaba sospecha. Me parecía que si bien es relevante y central ir en contra de la discriminación a minorías sexuales, centrar el debate en la minoría escondía una realidad de la sociedad chilena que no se ha afrontado aún: los grupos nacional-socialistas en la vida pública. Y, por otro lado, me resultaba sospechoso que no se aceptara que la golpiza que lo dejó con los paramédicos se sustentara en una estigmatización de la homosexualidad que cruza la mayoría de la sociedad chilena; es decir, la paliza neonazi es la discriminación social que se vive a diario, pero llevada al paroxismo, hasta el extremo.
Los neonazis no dejan de ser un fenómeno interesante, susceptible de estudio. En Chile, han permanecido durante gran parte de la historia contemporánea. Con una mirada a la historia reciente, podremos recordar cómo entre 1998 y 2000 se realizó un encuentro ideológico nacional-socialista, gestándose el movimiento Patria Nueva Sociedad y la creación de una red continental sudamericana. El 2006, poco antes del movimiento de estudiantes secundarios, también los neonazi aparecieron en la prensa por un crimen similar. La muerte de un joven Punk en el persa Bío-Bío (Tomás Vílchez), pero esta vez ya no por su homosexualidad sino por su ideología, ser un punk-antifascista. En este caso, al avanzar la investigación se encontraron células organizadas en gimnasios de artes marciales, oficiales de las Fuerzas Armadas y ex uniformados. Así puestas las cosas, cabe preguntarse ¿No merecen, apropósito de lo sucedido estos días, los neonazi en Chile una reflexión detenida? ¿Hay que tolerarlos e incluirlos en el orden democrático, dándoles la oportunidad que compitan por el poder político o prohibirles su acceso? ¿Debe dar lo mismo lo que piensan las personas mientras que no pasen a llevar la libertad de cada cual?
Cuando un tema se instala en los medios, difícilmente puedes escaparte de ellos. Que un joven homosexual se encontrara en coma inducido por el ataque de unos neonazi, podía ser leído en la prensa, visto en televisión, escuchado en la radio o encontrado en las redes sociales y sus trending topics. En la radio, los auditores repudiaban el acto, pero no el pensamiento de los neonazi. “Si es neonazi da igual, lo que importa es que se cumpla la ley”, decían algunos. “Yo creo que hay que ser tolerante y no perseguir a la gente por sus pensamientos”, decían otros. Se repudiaba la violencia, pero no su doctrina de pensamiento. Con ello, se apelaba a la tolerancia y libertad de pensamiento, al pluralismo. Al parecer el discurso de la tolerancia, cierto discurso, era parte del sentido común. Tolerar es bueno, así que hagámoslo con ganas y a todos. Esto decía el auditor común y corriente, el ciudadano de a pie.
No deja de ser llamativo que, así como este discurso de la tolerancia sin límites, la estigmatización del homosexual también hace lo suyo al interior del sentido común de la mayoría de los chilenos. Mientras que todos pregonamos la tolerancia, inclusive a los neonazi, discriminamos por medio de chistes (recuérdese las multas a canales de televisión por bromas homofóbicas) y un sinnúmero de etiquetas y eufemismos. Gran paradoja. En sentido estricto, el tolerante no discriminaría a una persona por su condición sexual, sin embargo lo hacen. ¿Por qué? Porque pensar en una tolerancia sin límites es transformarla en su reverso: la discriminación. Así, el doble estándar chileno aparece en todo su esplendor.
El problema no es que se discrimine per se, sino a quién y por qué se discrimina. Creo que eso es lo que está en juego en el centro de la teoría liberal de la democracia. Lo que no se entiende desde el sentido común es que la tolerancia no es ilimitada, que el pluralismo tiene límites y supone ciertas cosas que son necesarias para justificarlo. Cuando tomamos un concepto y lo estiramos hasta el infinito se vacía de contenido, perdiendo todo sentido original. Para tolerar hay que intolerar, he ahí el límite del pluralismo. ¿Puede la democracia incluir a un partido que tiene como objetivo destruirla? ¿Podemos los ciudadanos tolerar a otros que enarbolan la destrucción de la diferencia? La tolerancia supone que debemos intolerar al intolerante. En una comunidad de hombres libres no puede permitirse que, a través de esa libertad, se destruya la de los demás. Por eso tiene sentido que sea reprochable la creación de un partido nazi o cualquier otro que vaya contra los cimientos del pluralismo. Del club de los pluralistas, los discriminadores quedan fuera, así es la cosa. Aceptando esta simple sentencia, es que todo pluralista puede negarse a la existencia de un partido como el nazi, como también abogar por la no-discriminación de las minorías sexuales